Un pitbull en el súper


Voy al supermercado a comprar pepas para el café y me encuentro con un pitbull en la entrada, esperando a su dueño. El perro, que había estado mordisqueando un hueso de carnaza, me mira y pone cara de maloso cual guardián de barrio. Yo intento disimular el miedo y, con algo de temor, sorteo a la bestia. 

Si bien un perro no me atacaría sin motivo, hay que considerar la contingencia. Los pitbull suelen pertenecer a sujetos obsesionados con demostrar que son tipos rudos; con lo que, muy a menudo, los entrenan para ser agresivos. Hace falta ver las noticias para ver cómo suelen atacar a la gente y a otros animales, sobre todo si están sin correa y sin bozal, como aquél. 

Entro al supermercado preguntándome qué imbécil será su dueño. Pienso que si lo veo, lo reconoceré de inmediato: seguro andará por allí en bivirí, cagándose de frío en invierno con tal de exhibir sus tatuajes. Sin embargo, entre los precios que suben, la mala disposición de los productos y la gran decisión: ¿Pepas de membrillo, batata o frutilla? Me distraigo del asunto por un breve momento hasta que me pongo en la cola para pagar.

Entonces escucho un quejido del animal a lo lejos, recordándome que es tiempo de rencontrarme con él. Pago y avanzo hacia la puerta. Me asomo con precaución. Con alivio descubro que no hay rastro del perro a no ser por algunos residuos de carnaza seca. Salgo entonces a la calle, de regreso al depa. Sin embargo, tan pronto doblo en una esquina me encuentro cara a cara con el susodicho. Su dueño no es aquel infame macarra que imaginaba sino una viejecita coja que a duras penas carga una bolsa de víveres. "Vení, Caramelo, no molestés al señor", reprende a su mascota.

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