La luz


Hallándome en el campo, hospedado en un caserío noctámbulo de tierras olvidadas, descubrí que la gente no se valía de lumbreras, que los niños sin temor dormían bajo el leve resplandor de las estrellas mientras eran arrullados por el rumor de la maleza, los minúsculos rugidos de miles de inagotables grillos y las roncas conversaciones adultas. Acostumbrado yo a la lectura nocturna pedí un candil cualquiera a mis anfitriones y éstos me lanzaron una mirada abismal, como si fuera un demonio. Replicaron que no había tal cosa en ese lugar, que nunca se había necesitado. Fastidiado, me encerré en mi prestado aposento, tratando de comprender aquella rara costumbre campestre y al día siguiente, durante las horas de sol, retomé los libros. Al sorprenderme la noche me extrañé al percibir que ésta no era tan oscura como yo pensaba y, cuando pasaron dos, ciertamente noté que podía distinguir los caracteres impresos sin necesidad de luz artificial. Cuatro lunas después, ya leía con normalidad y me maravillaba con el eterno fulgor nocturno que irradiaba pardamente todos los espacios aún en ausencia del satélite blanco. Era una luz positiva que se apoderaba fantasmalmente de las letras de mis libros, las herramientas de labranza, las cruces clavadas en las puertas, los muebles de madera bruta y las paredes de caña brava por todos sus lados y sus ranuras y no traslucía sombra.

De esa forma, me convertí en un rural más.

Cuando regresé a la ciudad, de noche, reposando en mi habitación a luces apagadas y leyendo un magnífico volumen en inglés, sucumbí ante la potentísima luminiscencia ambarina del alumbrado público que atravesaba mi ventana y escocía las cortinas. Quise comprobar si aquella luz urbana había aumentado su candor o si tan sólo era mi imaginación, que me hacía ofuscar tras mi pérdida de costumbre; y encendí la lámpara de noche, mi antigua y eterna compañera de las lecturas más apasionantes. La electricidad corrió como raudas aguas a través de todas las células metálicas de los cables y llegó a la bombilla cristalina donde hizo contacto con el resorte, calentándolo hasta cubrirlo de fuego avivado por los gases internos que aumentaron la incandescencia que me dejó ciego de por vida.

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