Acción poética


Después de varias semanas de planificación llegaría lo largamente anhelado. Los poetas al fin habían conseguido el esperado reconocimiento municipal; lauros que no vinieron a ser, sino, el mérito a una complejísima gestión en la que había primado más la paciencia de los solicitantes que sus propios logros literarios.

Así, pues, aquella noche los poetas asistieron con sus mejores galas al evento. Con el entusiasmo a tope, se tomaron la libertad de incluir en el programa su gratitud con algunos colegas que garabateaban las hojas finales de los cuadernos con frases y pensamientos pequeñitos.

La ceremonia fue dudosa y secreta, cual logia masónica. O al menos eso prefirieron pensar los poetas; sorteando la posibilidad de que el municipio había olvidado enviar invitaciones. En la mesa de honor, sólo estaba sentado un funcionario público, sin saco y sin corbata, pero con medias deportivas y con mocasines de taco bajo. Los poetas desfilaron ante él y, tras su venia, se inició la ceremonia para el deleite de los asientos vacíos.

Entonces ellos se proclamaron poetas imberbes. Se aplaudieron mutuamente. Intercambiaron loas. Se regocijaron con sus poemas de rimas de chispita mariposa. Mencionaron a Vallejo, a Heraud, a Varela y a Watanabe. Pero más a Vallejo, sin duda. Porque, aunque no lo supieron explicar muy bien, lo consideraban de los suyos.

Tras un brindis escueto, los poetas salieron airosos a la calle. Caminaron con decisión hacia aquella discoteca de moda. Allí, entre la euforia de un auditorio repleto de danzantes que los miraban con extrañeza, cumplieron su objetivo final. En medio de la pista de baile, recitaron sus versos a viva voz al son del éxito del momento. Agüita de coco, le llamaban.

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