Crónica de un viaje a La Encantada

El jueves pasado, aprovechando unas intempestivas vacaciones, me fui de viaje para cumplir con una chamba que me salió en una revista turística. El trato era simple: yo escribía una crónica de viaje y después iba a ser remunerado. Pero, dado que hasta ahora no recibo respuesta de mis contratantes (ni sobre la publicación ni sobre mi paga), me animo a mostrarles mi trabajo final, para que no quede en el olvido. Las fotografías también son de mi autoría.

La Encantada... Chulucanas: la tierra es arcilla

No es una exclusividad de la ciudad, sin embargo es un elemento que la caracteriza: el burro-barril. La vida de muchas personas en Chulucanas depende de estas “cisternas rurales” que transportan agua potable. Variantes de ellas hay muchas como el burro-leña o el burro-maíz o el caballo-barril. Aquí hay carretas para todos, incluyendo las motorizadas, que llevan gente del mismo modo que el burro a su carga. A éstas se les llama moto-taxi.

Hay que tomar nota de ello porque, precisamente, sólo abordo de este transporte, uno puede movilizarse desde la ciudad de Chulucanas hasta La Encantada, parada obligatoria para cualquier visitante. Aquí uno puede encontrarse directamente con los artesanos ceramistas que trabajan la mundialmente conocida alfarería brillante de blancos y negros y la diminuta escultura multicolor de motivos campestres que decoran muy bien las casas de todos los piuranos.

Alfarería brillante de blancos y negros (llamada también: "pintura negativa")

Otras figuras de colores

El pasaje en moto-taxi varía entre siete y ocho soles ida y vuelta y el servicio puede contratarse desde la Plaza de Armas de Chulucanas. El viaje dura quince minutos y, aunque el camino es un poco agreste, el trayecto constituye una excelente oportunidad para apreciar una extraña fusión que sólo se da en Morropón y, en especial, en Chulucanas: una mezcla entre el paisaje costeño y el de la sierra. Chulucanas, así, posee toda la arquitectura y planeación urbana de una ciudad en la sierra y, por eso, conjuga bien con los cerros Ñañañique y el Vicús. Sin embargo, por otro lado, uno se encuentra con paisajes de palmeras y arena blanca que, al lado de áreas cultivables de limón y mango, ofrecen una peculiar sensación de cercanía al mar.

Agreste camino a La Encantada

Llego a La Encantada; a su pequeña placita donde las moto-taxis suelen depositar y recoger a sus pasajeros. Desde ahí hay que caminar algunas cuadras para toparse recién con los talleres de cerámica de este pintoresco pueblo. ¡Ojo!, digo “recién” porque muchas personas vienen con la idea de que La Encantada es un mercado de artesanía como Catacaos. Pero no. La Encantada es un sencillo paraje rural en el que no existen tiendas; tan sólo casas-taller donde los artesanos tienen en exhibición sus creaciones.

Las casas-taller

Así, tras caminar unas cuantas cuadras, me encuentro con el primero de ellos; el taller “Sandoval”, donde me atiende doña Hilda, una mujer de buenas maneras que me hace pasar hasta su patio, lugar donde se encuentra su esposo moldeando en arcilla la figura de un gran chalán que venderá a ocho soles. Los esposos me comentan que trabajan en la cerámica desde que el maestro Max Inga les inculcó el oficio. “Antes de morir él le enseñó a todititos en La Encantada”, sonríe doña Hilda.

Decido ir hasta el taller de Max Inga, que actualmente está administrado por su viuda. El establecimiento es quizá el local más grande de La Encantada. Y, aunque es el más alejado de la placita de donde inicié el recorrido, intuyo que vale la pena caminar. Los pobladores me han indicado que puedo reconocer la vivienda de los Inga por el cántaro rojo que se asoma desde el techo junto a una chola gordita de arcilla; eternos íconos de la cerámica de Chulucanas.

El cántaro rojo que se asoma desde el techo.

Una vez en el taller me encuentro cara a cara con una fotografía de Max Inga y una muchacha de sonrisa sincera que comenta orgullosamente ser Melissa Inga, la hija del escultor. Ella me revela que su padre, junto a Gerásimo Sosa fueron los precursores de la cerámica en la región: Sosa en Chulucanas e Inga en La Encantada. Melissa me cuenta que el maestro Inga, se dedicaba a la agricultura hasta que contrajo una extraña enfermedad muscular que lo postró en una silla de ruedas hasta el final de sus días. Sin embargo, y superando las limitaciones, Inga se dedicó a la cerámica para sacar adelante a los suyos y, después, transmitió el arte a su familia, amigos y vecinos. Así, en la actualidad, se estima que en Chulucanas hay unos 2500 artesanos. La obra más apreciada de Max Inga se titula “El Cristo campesino” y consta de un pequeño crucifijo armado por una palana. Esta pieza, que diera la vuelta al mundo hasta llegar al Vaticano, se puede apreciar en el Museo de la Municipalidad de Chulucanas.

El cristo de Max Inga

Melissa me presenta a su mamá, Clorinda Flores de Inga, que me saluda con un beso porque sus manos están llenas de barro. Ha estado amasando arcilla en bruto para luego ponerla en el torno, modelar algunos jarrones, hornearlos, secarlos y pintarlos; todo ello en tres hornos de barro distintos. Para Doña Clorinda el negocio ha quedado en familia. Ella y su hija se encargan de la elaboración y venta de las artesanías así como sus sobrinas que suelen “echarle mano” con el laqueado de las piezas.

Una alfarera preparándose para dar forma al barro

En La Encantada hay cerámicas para todos los gustos y para todas las economías; desde tres hasta veinte nuevos soles y con algunas promociones. Según Doña Clorinda, lo más vendido son los jarrones y los platos en blanco y negro, puesto que son los que mejor se adaptan a la decoración de las casas.

Tras despedirme de la familia Inga, salgo contento del taller y camino por las calles de arena blanca, algarrobos y almendros de La Encantada. Un perro me ladra, acentuando mi condición de forastero. De esa forma llego a la moto-taxi que me trajo y emprendo el regreso a Chulucanas, donde vuelve a mí, con el sol radiante del mediodía, la sospecha que me asaltó al llegar a esta provincia: estar perdido en el tiempo, en un lugar desconocido del país, treinta años atrás.

Plaza de Armas de Chulucanas

En Chulucanas también se pueden encontrar cerámicas diversas; listas para el turista, mas no para el viajero, para el que quiere descubrir más a fondo este distrito. Por eso, no dejo de recomendar la visita al pueblo de La Encantada, ello, claro está, sin desmerecer los atractivos de Chulucanas, la ciudad donde la originalidad gráfica de cada pieza de alfarería se transporta al comercio. Prueba de ello, se aprecian por las calles un sinfín de carteles publicitarios hechos a mano que anuncian coloridamente desde la presencia de un taller de artesanía hasta la disposición de una farmacia.

Una botica pintada al estilo "cerámica"

Paso por la Plaza de Armas de Chulucanas y cruzo frente a una banca en la que, junto a sus bicicletas, tres ancianos discuten las noticias del periódico. Entonces me percato de la tranquilidad de esta pequeña y pacífica urbe y reflexiono sobre su seguridad. Sin embargo, justo en medio de la meditación, diviso en uno de los jardines del recinto dos tablones perforados que, tal como me explican en la oficina de información turística, conformaban un antiguo instrumento de tortura que data de la época colonial. Pero yo no entiendo cómo un objeto tan sádico se muestra tan inocente y orgullosamente, aunque luego comienzo a entenderlo como algo curioso cuando unos niños recién salidos de la escuela pasan y me exponen con mucho entusiasmo las funciones de lo que ellos llaman “El cepo”.

Se hace tarde y emprendo mi retorno a Piura. Viajo por una carretera impecable que me aleja de Chulucanas y su paisaje mitad serrano mitad costeño y del bosque seco que lo cerca. Poco a poco todo se convierte en desierto.

Josué Aguirre Alvarado

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